Simbología en La paz perpetua

En la era moderna, el condicionamiento a partir del aprendizaje extremo ha aparecido de forma constante en la literatura, como reflejo de la sociedad fragmentada y falta de identidad en la que vivimos.

En esta simbología, encontramos varios elementos destacables dentro de “La paz perpetua”, que exponen y resaltan algunas de las características más reconocibles de las prácticas que nos llevan al estado de crispación en el que estamos sumidos como sociedad.

Estas dramatis personae están bien representadas, en algunos casos un tanto caricaturizadas, para así poder representar debidamente una interpretación del sector al que describen.

Estos son los siguientes:

La figura del hombre dentro de la obra, puede comprenderse como la de un pequeño dios, un ser superior, al que se venera, respeta y agasaja, sin que este lo valore realmente, sea consciente o merecedor de ello. El hombre tiene un papel accesorio y secundario en la obra pese a su posición de poder, y parece tan ausente y falto de empatía como el propio Dios al que alude Enmanuel. El hombre aparece pues representado como simbología y figura arquetípica, más que como personaje, proyectando la acción por completo en los tres perros.



El ser humano, siempre de fondo


El propio Enmanuel, pensador, filósofo, humanista. Representa la mejor parte del perro (del hombre fuera de la obra, en el mundo real), siendo el único que medita las situaciones y que parece buscar un entendimiento mayor, más allá del beneficio personal, englobado en el bien común o el entendimiento superior del conflicto y los deseos del resto de personajes y sus circunstancias. Así, Enmanuele es representado como un pastor alemán debido a su nobleza, a su inteligencia innata y su condición íntegra. Es sereno, calmado, reflexivo, afable y conciliador. Parece representar a una minoría intimista, más humana y abierta de mente, que cuestiona lo establecido y reniega del dolor y la crueldad gratuitos aún cuando se les dice que son necesarios. Estas características concuerdan curiosamente además con aquellos rasgos de la personalidad que se atribuyen en las tradicionales ciencias de significados del nombre Emmanuel (que significa "Dios está con nosotros") a las personas que se llaman de ese modo.  Es en resumen un individuo autónomo, que trata de pensar por sí mismo como método principal para conservar su libertad como persona.



Enmanuel, la razón

Odín es seguro de sí mismo, confiado, arrogante, manipulador, inteligente y mezquino. Podría representar a diversas castas sociales cercanas a los puestos de poder y que medran ante la adversidad a costa de otros. Es además un cínico, un pragmático deshumanizado, como puede sugerir su propio nombre, Odín, Dios nórdico de la sabiduría, la guerra y la muerte. Ante todo, ha perdido la capacidad de confiar en los demás, de esperar lo mejor o albergar algún tipo de esperanza hacia el resto, o hacia sí mismo. Su condición de rotwailer impuro, también parece una clara alusión a la impureza moral en la que se encuentra sumido, unido al carácter agresivo al que se le suele asimilar la raza rotwailer.



Odín, la manipulación


John-John representa claramente a la casta guerrera, al ejército, a la policía, a cualquier elemento de disuasión empleado por el estado, por el poder, de forma criminal y sin escrúpulos. Creado genéticamente desde la cuna para ser el perfecto guerrero que no cuestiona, ni piensa, simplemente obedece. Fiero, agresivo, temperamental, estúpido, manipulable, John-John es el cruce de razas, sin ideología ni sentimientos, más por estar vacío y preferir que le digan cómo debe pensar, que porque sea malo en sí mismo.



John-John, la fuerza bruta

Por último, Casius es un ídolo con pies de barro, una herramienta del sistema, una leyenda, pan y circo, medias verdades. Un personaje que parece consciente de lo que se está jugando, de lo que se ha perdido por el camino y de lo que el mismo ha sacrificado, pero que no está dispuesto ya a arriesgar nada en pos de un nuevo orden más justo y humanizado. Casius desempeña su papel, a pesar de que se infiere que fue íntegro y noble en otra vida (su condición de labrador, como caracterización del personaje), se limita a conducir a los nuevos aspirantes a la misma vida a la que él se vio abocado.



Casius, el héroe "ejemplar"

Es pues, como decíamos, en estas representaciones, donde podemos encontrar en “La paz perpetua”, de Juan Mayorga, un espectro político, social y de clase, de la raza humana, con elementos tan reconocibles como el poder militar, económico o político, el ejército, la burguesía, los advenedizos y egoístas, los intelectuales, y por encima de todo, los seres humanos, que aparecen en la obra como una raza de perro casi extinta.



Juan Mayorga, el autor


Debido a estas acertadas caracterizaciones y a la manera de plasmar el conflicto en el mundo moderno y en el interior del hombre, podemos decir que "La paz perpetua" es una obra (y una lectura) absolutamente relevante, destinada quizás a convertirse en un clásico moderno.


Fotografías tomadas del CDN

La paz perpetua: el estado como forma de violencia

Pocas obras encerrarán un mensaje tan filosófico y de corte humanista, de completo análisis y entendimiento del ser humano, como el que nos ofrece el texto de Juan Mayorga en “La Paz perpetua”.



"La paz perpetua"


Basado a su vez en el célebre ensayo de Kant, “La Paz perpetua” es una alegoría, una representación magistral y cruda del miedo, del poder, de terrorismo, del estado y del individuo, de la violencia que generan los sistemas a través del miedo al que incitan al colectivo, la dogmatización no razonada y la manipulación flagrante, de los profundos temores que encierra el ser humano en pos de un beneficio personal; el poder por el poder. Es también la capacidad del hombre para desarrollar una crueldad desafectiva y sin límites, deshumanizadora, que consigue volver a un individuo contra otro, no diferente de él, convirtiéndolo en su enemigo con relativa facilidad, e incluso, lógica.

Enlace al CDN:

Centro Dramático Nacional

Mientras que en Bodas de Sangre o en Don Álvaro o la fuerza del sino, encontrábamos un fatalismo determinado, trágico, jerárquico, asentado en la dualidad del hombre y la mujer, y profundamente apegado a la cuestión del sexo, del género como inicio de la violencia, de la debacle social y mancha de la honra, en “La paz perpetua” vamos mucho más allá en cuanto a la gestación de la violencia se refiere, enfocándola no ya como trasfondo, sino como medio y fin en sí mismos, hasta la creación de un mundo de corte futurista en el que impera la violencia por la violencia y la predisposición del ser humano hacia el conflicto, la batalla, el odio o la muerte.


"La paz perpetua", edición del CDN


Problemas que son abordados desde un punto de vista epistemológico, entrelazando la metáfora física o representada, desde la simbología ontológica a grandes partes del decorado, las caracterizaciones de los personajes, o el propio texto, en una búsqueda interior del ser humano y su relación con dios y el resto de sus semejantes. Así, el escenario se transforma en un espacio para  la reflexión, para la meditación del problema en torno a la guerra eterna, al conflicto surgido de la pulsión humana.

Es esta una reflexión profunda, enfocada desde los distintos puntos de vista que puedan ofrecer John-John, Odín o Enmanuelle, y resulta especialmente útil, aunque no por ello menos oscura y angustiosa, caer en las oscuras profundidades del ser humano que representan estos tres personajes, estos tres perros avatares del hombre.



En mi opinión, la perspectiva que se ofrece al espectador, que llega a participar del drama como una cámara imparcial que juzga (y a la que se alude mediante el diálogo repetidamente, como esperando una respuesta por su parte, en lo que nos recuerda a otra gran obra de teatro y cine: “Doce hombres sin piedad” [en el enlace pueden acceder a la versión de la obra cinematográfica]), como si formara parte de ese jurado seleccionador e inamovible que forma parte de la tragedia, de forma brutal y descarnada. Hay poca esperanza, en un mundo frío y autoritario, en el que se pisotean los derechos, y que nos recuerda claramente a los estados policiales y absolutistas de obras como “1984” o “V de Vendetta [pueden ver los trailers en los enlaces de las adaptaciones al cine de libro y cómic respectivamente], sociedades monstruo, dictaduras encubiertas, violencia como única defensa, sociedades, decíamos, en las que se ha engullido al individuo y se ha desatado una carnicería sin fin, de forma fría, aséptica y razonada.



Un mundo feliz, de Aldous Huxley


Es en estos entornos, donde personajes como Enmanuelle son una rara avis, un individuo destinado a sufrir, un alma sensible que se niega a comulgar con el temor y el odio de la mayoría, que no encuentra un sentido real tras las palabras y pruebas que refrendan la violencia. Un individuo que se resiste a ser tragado por la maquinaria del sistema, que se cuestiona su forma de proceder, de pensar, de interactuar con ese mundo.

Algo que a menudo comienza con un simple pensamiento, un cuestionamiento de lo establecido. Un personaje que ve un precio altísimo en la venganza, en la violencia, en la deshumanización del hombre y la mujer. Un individuo que duda. Casi como en la representación teatral como decíamos, de “Doce Hombres sin piedad”, Enmanuelle actúa como el personaje del célebre Henry Fonda, pidiendo al espectador que reflexione junto a él, que medite, que sienta.



La obra teatral "Doce hombres sin piedad"


De ahí que Enmanuelle plantee problemas tanto a John-John o a Odín, al igual que hace con el espectador.

 Problemas como el teológico, como el de la relación entre perro y hombre (¿amo y vasallo? ¿Jefe y empleado?), entre perro y Dios, pero sobre todo, en la problemática y aparente sinsentido, de contestar a la violencia con más violencia.


Una pregunta para la que cuesta encontrar respuestas...

Una época incómoda: El teatro y la memoria histórica

Resulta curioso tener que señalar lo evidente; hay temas que ni siquiera con el velo artístico de la ficción son fácilmente asimilables.

Existen temas incómodos, tabúes, periodos que una determinada sociedad (o gobierno) prefieren intentar olvidar o hacer como si no existieran.




La autora, Laila Ripoll


Pero no deja de ser aún más curioso, que desde tiempos remotos los griegos no evitaran temas tan incómodos como el incesto en el Edipo Rey de Sófocles, D.H .Lawrence no permitiera que acallaran a su amante de Lady Chatterly, o cineastas como Jim Sherindan dedicaran buena parte de su filmografía a tratar el tema del conflicto armado y el IRA en Irlanda. 

Es síntoma de país avanzado, civilizado y autocrítico, el permitir que la ficción actúe como escalpelo de la realidad, diseccionando, quizás, los momentos más vergonzosos de los que una sociedad forma parte, y hacerlo sin temor, falsedad o soberbia, sino con sincera capacidad de autocrítica y reflexión.

Es, por desgracia, algo en lo que este país no destaca especialmente.

Dejando de lado la ideología (aunque más bien tendríamos que hablar simplemente de humanidad y sentido común), el hecho de que la memoria histórica sea motivo de debate, de que nuestro pasado pretenda enterrarse bajo una capa de inexistencia, del nunca pasó, es, como decimos, esta práctica, la que hace especialmente necesarias obras como la que nos ocupa, y que precisamente se centra en ese deseo de ocultación, de negación:



Porque “Los niños perdidos” no es solamente una alegoría, una ficción amarga sobre un hecho relevante, sino un ejercicio de concienciación en sí mismo, de cómo nos vemos a nosotros mismos como sociedad y cuanto hemos avanzado a lo largo de este pasado siglo. 

Como dice Francisca Vilches de Frutos en el prólogo de la edición publicada por KRK (¿Es necesario señalar quizás la dificultad añadida a la hora de encontrar editorial o sala que ampare a un dramaturgo a la hora de tratar ciertos temas?), “Los niños perdidos” contribuye a ese ansía de conocimiento y verdad de una sociedad. En sus propias palabras; “voces reclamando una revisión que permitiera conocer en profundidad el desarrollo de esta contienda”, algo que durante muchos años se negó a los hijos de la transición y a los que formamos parte de generaciones posteriores, con un secretismo velado, de prohibición y tabú, que impedía acceder a nuestra más reciente historia.



La edición de KRK


De este modo, Laila Ripoll toma el relevo de la denuncia en el exilio que comenzaron algunos de nuestros más ilustres autores durante la Guerra Civil y posterior dictadura, y desglosa el conflicto a través de los ojos de una de las figuras, por antonomasia, más indefensas y desprotegidas; la de los niños. 

La autora ve el conflicto desde la perspectiva de la víctima, desde los huérfanos de la guerra, de los perseguidos, de los silenciados, de los asesinados, de quienes no tienen voz, como una porción enorme de la población que no cuenta, que nunca ha encontrado su voz para denunciar los abusos y humillaciones sufridas.

Es a través de estos niños que Ripoll reconstruye la violencia del levantamiento, la miseria de la guerra, el absoluto terror que parte del poder, y lo expone de un modo sencillo, por ello quizás más aterrador, como una fabulación infantil de niños que contaran cuentos junto a una hoguera, de niños que al igual que los del célebre cuento de Matthew Barrie, han perdido toda conexión con el mundo adulto, y perciben la realidad desde una óptica distinta, aún sin mancillar, que en este caso por desgracia, se ha visto alterada demasiado pronto. 

Así, el improvisado desván del recuerdo, toma lugar de una España que lo abarca todo, y de la que no se puede salir, librar o renegar, hasta que se asuman plenamente los hechos acaecidos. 

“Quienes desconocen el pasado están condenados a repetirlo”.




La violencia dormida: Los niños perdidos

“Los niños perdidos”es una obra que forma parte de la Trilogía de la memoria , y ejemplifica de una manera perfecta la violencia, no solo física, sino psicológica e ideológica contra los más débiles, ejemplificados aquí por unos niños, personajes que siempre son especialmente vulnerables ante los avatares de la violencia y la injusticia, que ayuda a que la relación entre violencia y poder, víctimas y verdugos, maltratadores y maltratados, toma una nueva dimensión mucho más explícita y desasosegante en este caso, en que las víctimas, quedan totalmente desamparadas.



Representación de "Los niños perdidos"


Es necesario que esta sea la mayor simbología de la obra, la de los niños que representan realmente todos los muertos de la Guerra Civil (y que en algunos casos fueron realmente ambas cosas, niños y asesinados, como Lázaro, Cuca y Marqués aquí), formando parte de una abstracción mayor que no se detiene únicamente en la literalidad de la obra, sino que atañe a un colectivo mayor.

Es importante el papel que juegan las acotaciones, explícitas, detalladas, y no exentas de realismo crudo, resaltando la condición de víctimas de los niños, así como los relatos de los propios niños, que resultan en un testimonio angustioso y crudo del dolor y la miseria de estas vivencias, con escenas repletas de gran violencia, si bien la mayoría del mensaje político o ideológico sobre el fascismo recae en Sor (o Tuso imitándola), con frases como:

“Sois la manzana podrida y licenciosa que si la dejamos emponzoñará a nuestra esperanzadora juventud” (la nueva Organización Juvenil) o “Habéis heredado de vuestros progenitores los siete pecados capitales. No habéis sabido vencer la sangre que os corrompe”.



Imitación de actitudes


La imitación de Tuso resulta de lo más acertada, tanto que trae el recuerdo y la amargura del verdadero avatar de la violencia: “Cada vez que te posees viene la de verdad”, como señala Lázaro, el más consciente de la situación en la que los cuatro se encuentran.

Es por esto que encontramos en el texto un carácter autorreferencial, que sirve de metáfora al mensaje de la propia obra, como podemos ver en las propias palabras de Sor, en las que encontramos un caso de metalenguaje que traspasa la obra en sí, en ese mismo afán de olvidar a toda costa, contra el que combate “Los niños perdidos”:

“Olvídese. Olvidar, olvida, olvidar, olvidar…Y se acabó”.

Es por esto que los niños aluden constantemente a “la de verdad”, como la verdadera Sor, que se siente atraída por la interpretación que Tuso hace de ella, como un mal recuerdo o una angustia constante aún no superada. Igualmente, a la vez que la imitan y recuerdan, los niños aprenden por repetición y vierten lo aprendido en sus juegos, como en la escena en que Lázaro pregunta a su público, que responde las consignas aprendidas que llevan años escuchando sobre la patria, la religión, la guerra y el caudillo. Es un adoctrinamiento completo, que empieza desde la niñez, y del que nada está exento.



 Cartel

De estos ejemplos, posiblemente ninguna escena sea tan cruda, dolorosa y repleta de detalles, como la narración que hace Cuca cuando juegan a los trenes. Ahí podemos observar un pedazo de esa realidad, punzante y ácido, que resalta una de tantas injusticias y monstruosidades cometidas contra los niños de la época, retoños del diablo y “los malos”, los rojos y republicanos. Es una escena que poco tiene que “envidiar” a otras de las mayores monstruosidades del siglo XX, asociada igualmente al fascismo, como fueron los campos de concentración y los trenes de la muerte alemanes.

En este marco temporal y social, el desamparo de los niños es total, como queda claramente recogido en el recuerdo de Lázaro:

“Nos quedamos por ahí, en la calle, comiendo basuras y durmiendo en el portal, esperando a que volvieran mis padres”.

No obstante, el fragmento que mejor define el carácter de denuncia de la obra, el que mejor resume todas las intenciones de su autora y el propio mensaje de “Los niños perdidos”, es el siguiente, cuando en boca de Tuso, este explica finalmente la situación que solo Lázaro sabía y los demás apenas intuían;

“Total, ya erais niños perdidos. Al fin y al cabo, los niños de aquí no existen. Son como fantasmas y nadie va a reclamar por ellos. Mejor echar tierra encima”. 

Violencia y poder en la obra de Lorca

Según Díez Revenga, es la frustración y la rebelión contra un sistema social injusto y clasista la que impulsa a García Lorca a dar forma a sus tragedias, ejemplificando en sus obras la frustración y la violencia como elementos intrínsecos de la naturaleza humana. 

Podemos así, entender esta violencia como un paralelismo natural y biológico con una situación insostenible y cíclica, en la que el altercado o conflicto violento, el lenguaje, la sangre, ejercen el papel de catarsis, de válvula de presión que da salida a una circunstancia incómoda y explosiva, que no encuentra alivio en ninguna otra solución que no sea la de resistencia activa. 



De esta forma, podemos trazar esta frustración como una imposición, natural y también humana, un poder o autoridad al que oponerse, y contra el que se rebela de forma natural la pasión humana, el deseo, los anhelos, la propia rebeldía en la sangre. 

Esta frustración, este entendimiento del amor como una realidad violenta, como un camino indivisible, que puro o no, lícito o no, siempre genera angustia y muerte en última instancia, representa en el caso de Lorca una representación de su propia vida, de su paisaje sentimental y las restricciones y limitaciones por las que el poeta y dramaturgo hubo de pasar. No quedan pues muy alejados de su pasión no resuelta, u obligada a esconderse y vivir en la sombra, sus personajes femeninos jóvenes, víctimas e impulsoras del amor, que aunque correspondido, no es aceptado por la propia vida (sociedad, mente colectiva).



Es por tanto la violencia lorquiana, una representación lírica, simbólica, pero también ofrecida de forma directa al espectador, del dolor y frustración que producen el amor, la tragedia que encierra la imposibilidad de ese amor, de ese deseo anhelante, y que al igual que en la tragedia clásica, el intento de transgredir ese velo de prohibición, solo acabará desembocando en tormento y muerte. 

Esto puede verse con asombrosa claridad en la mayoría de sus personajes femeninos -verdaderos ecos del poeta, mucho más en cualquier caso que los masculinos-, tanto en Adela, como en la Novia. Un deseo, un amor prohibido, una resistencia tangible a la autoridad y el poder que constriñen la libertad pasional, sentimental y vital de las protagonistas, cuya rebeldía o desacato acaba produciendo un acto violento, sangriento, en el que la virilidad y la pasión del hombre juega un papel fundamental, y que acaba propiciando la perdición de ambos, en una suerte de relación, deseo-castigo. 



En Bodas de Sangre, este conflicto es generacional además de tratar sobre el género, extendiendo sus raíces en la sociedad andaluza, como representación clásica (aunque lírica y vanguardista en sus formas) de España. 

Como dice Juan Caballero en la edición comentada de Cátedra; "en la psique humana hay fuerzas ocultas no controlables, capaces de enloquecer y destruir". 

Es pues esta semilla, ausente de razón o control, la que encierra los brotes de violencia y sangre que harán llegar en última instancia la muerte, como un castigo final para los que transgreden las causas formales, que aunque no obedezcan a la razón, ni al beneficio del ser humano, son entendidas como inviolables. 

Es esta violencia previa, encerrada en las advertencias, en las amenazas casi tangibles, en el lenguaje, la verdadera causante del choque que surge entre poder y rebeldía; autoridad y violencia.


Actualmente podemos encontrar una noticia sobre una novela gráfica presentada en el pasado salón del Cómic de Barcelona, obra del dibujante Carlos Hernández y del guionista "El Torres". Dicha novela está dedicada a Federico García Lorca, sobre su vida, su percepcción del mundo y su mundo interior poético que puede darnos otros puntos de vista sobre la psique del autor, su particular expresión,  y su vida, pues nunca está de más disfrutar de una buena lectura sobre un autor tan a veces conocido por sus obras y desconocido por sus actos.

El caballo, la navaja, el agua y la luna: Simbología del teatro lorquiano

Respecto a los elementos comunes y más recurrentes en la tragedia del teatro lorquiano, posiblemente sea difícil encontrar una simbología más potente y trabajada que la que hallamos en la presente obra; “Bodas de sangre”, cuyas metáforas escénicas, físicas y dialectales, conforman una de las muestras más evidentes del rico imaginario del autor y dramaturgo granadino. En ella son especialmente importantes algunas figuras representativas y recurrentes, que se encuentran a lo largo de la mayor parte de la obra del autor, como son las siguientes y más reconocibles: el caballo, la luna, el agua y la navaja, elementos indisociables y esenciales en la obra.


La navaja es un elemento premonitorio y vinculado a un pasado oculto en la obra, lleno de venganzas y recuerdos que provocan ira y odio.


Cuando en el primer acto el novio pide la navaja, lo hace para cortar las uvas, aquí la fruta representa la juventud, la buena suerte, que va a ser cortada por un elemento que ya en el pasado provocó muertes en el entorno familiar (precisamente por la navaja, de ahí surge la aprensión de la madre). Poco después podemos comprobar cómo este hecho simboliza cómo otro elemento (Leonardo) del pasado, vuelve, para terminar también con esa buena suerte y provocar muerte, encaminando el recorrido vital de todos los personajes, al elemento trágico.

En esta navaja o cuchillo encontramos también la simbología evidente de la promesa del derramamiento de sangre, la incidencia de acero como promesa de la libertad en la sangre y el impulso negativo del hombre hacia la violencia y las armas. Es una de las figuras más recurrentes en el imaginario de Lorca, que en esta ocasión, cómo comentábamos antes, servirá en primera instancia como entrada a un pasado ligeramente velado o al que solo se alude, desconocido en parte para el espectador, pero que representará una amenaza constante, implacable y determinista, expuesta como la venganza. La navaja, puñal o cuchillo, puede aparecer a su vez como una doble metáfora, como cualquier elemento plateado. 


Novio: Déjalo. Comeré uvas. Dame la navaja.
Madre: ¿Para qué?
Novio:(Riendo) Para cortarlas. 
Madre: (Entre dientes y buscándola) La navaja, la navaja... Malditas sean todas y el bribón que las inventó.
Novio: Vamos a otro asunto.
Madre: Y las escopetas, y las pistolas, y el cuchillo más pequeño, y hasta las azadas y los bieldos de la era.



El agua,  en cambio, a diferencia de la navaja, que tendrá siempre un significado negativo, si puede variar en su intencionalidad dependiendo del estado en que se encuentre y su fuerza. Así pues, el agua puede simbolizar:

Agua en la que bebe el caballo: agua mansa, tranquilidad
Aguar estancada: Muerte, mal presagio
Agua en movimiento: pasión, amor, encuentro sexual

Respecto al agua y en relación al caballo, las nanas tienen además un simbólico tono de penas, tragedias y traiciones, con las referencias del caballo y el agua como puntos cardinales de esta simbología que presagia el devenir de la obra: 

Mujer: ¡Ay caballo grande que no quiso el agua!
Mujer: Duérmete, clavel, que el caballo se pone a beber. 




El caballo, por otra parte, representa la pasión, la rebeldía y el amor prohibido, el empuje sexual, la libertad la virilidad y la atracción. Cuando la Mujer comenta que el caballo está reventado de sudor no sólo se refiere a que viene corriendo desde lejos, sino que simboliza cómo los dos amantes comienzan a estrellar sus emociones en una vorágine de sucesos:

Mujer: Eso dije. Pero el caballo estaba reventando de sudor.
Suegra: Duérmete, rosal, que el caballo se pone a llorar.  (De nuevo la flor, el caballo y el agua que corre).


Así, el caballo significa el fuego del amor y cómo el amor del hombre puede arrastrar a una mujer, dominarla, enamorarla, o seducirla:

·        Novia: Un hombre con su caballo sabe mucho y puede mucho para poder estrujar a una muchacha metida en un desierto.

O por ejemplo, como podemos ver en la siguiente nana:

Suegra:
Nana, niño, nana
del caballo grande
que no quiso el agua.
El agua era negra
dentro de las ramas.

En este respecto, también son importantes las plantas; los árboles simbolizan la fertilidad y el deseo de prosperar. 

Madre: Tu padre los hubiera cubierto de árboles. 
Novio: ¿Sin agua?  

Madre: Ya la hubiera buscado. Los tres años que estuvo casado conmigo, plantó diez cerezos. (Haciendo memoria.) Los tres nogales del molino, toda una viña y una planta que se llama Júpiter, que da flores encarnadas, y se secó.


Cuando al principio el novio dice: “Me voy. / A las viñas”, simboliza el deseo de casarse y buscar una familia, pero, como ya hemos nombrado, al pedir la navaja para cortar la uva, casi se sentencia o advierte un futuro trágico.

Además, vinculando el simbolismo propio del arte floral, Lorca utiliza las flores según el momento de la obra con un significado específico (las adelfas, al azahar…): el azahar en el pecho simboliza la castidad de la novia.

  Novia (a Leonardo): ¿Qué más da? ¿Por qué preguntas si trajeron el azahar? ¿Llevas intención?


Y después en la boda, cuando el Novio indica que éste es de cera, que dura siempre, no sólo señala una propiedad del regalo, sino que además es un símbolo de que la novia quedará casta y pura ya para siempre tras enviudar y morir también su amante, marcada por sus faltas y repudiada por las vecinas y sociedad, pero honrada.

Respecto a la luna, simbolismo importantísimo y aún personaje representado de forma física en la obra, funciona como un presagio de muerte, un mensajero (leñador) del destino funesto que aguarda, en el que se segará la vida, mediante el conflicto sangriento y la tragedia del casamiento. 


A menudo se la personifica y da voz:

Luna:
Cisne redondo en el río,
ojo de las catedrales,
alba fingida en las hojas
soy; ¡no podrán escaparse!
¿Quién se oculta? ¿Quién solloza
por la maleza del valle?
La luna deja un cuchillo
abandonado en el aire,
que siendo acecho de plomo
quiere ser dolor de sangre.
¡Dejadme entrar! ¡Vengo helada
por paredes y cristales!


Por último, no podemos dejar de señalar, el propio simbolismo que la sangre ejerce, desde el mismo título, hasta las escenas de conflicto donde es derramada, al presagio trágico de muerte, o la unión de dos sangres (dos familias) enfrentadas, como mal presagio y libertad de la muerte que acabará por reclamar su presa.

Tenemos además que tener en cuenta el uso cotidiano de Lorca de expresiones populares referentes al habla coloquial, cultural y andaluza de los pueblos, y no confundir expresiones comunes contemporáneas a su época con simbolismos originales del autor.

Madre: (...) Los hombres, hombres, el trigo, trigo.


En definitiva, una obra con una representación directa, pero un significado complejo y profundo, que ofrece un aliciente a las distintas capas de interpretación que el espectador puede alcanzar. 


A ese respecto, caben destacar las innumerables representaciones escénicas que la obra ha tenido en múltiples contextos, desde sus estrenos hasta la actualidad: representaciones poéticas, teatrales con estética acorde o contemporánea, espectáculos modernistas, e incluso danza o películas, como la que propone Carlos Saura en 1981, representación de baile flamenco con tonos de teatro contemporáneo sobre la obra Bodas de Sangre.
Aquí podemos contemplar unos minutos de dicha obra donde representan el "mal de amores" que sufren La Novia (Cristina Hoyos) y Leonardo (Antonio Gades), cuando ambos se encuentran antes de la boda en casa de la novia, justo cuando la Criada le va a poner el azahar y la gente ya viene desde lejos.



Satanismo e infierno en la fuerza del sino

En la quinta y última jornada de la obra del Duque de Rivas; Don Álvaro o la fuerza del sino, el pasado llama a la puerta del antiguo ofensor ahora reconvertido en fraile para ajustar cuentas, con la condenación eterna de la religión cristiana como trasfondo y castigo moral. 

Don Alfonso, segundo hijo del Marqués de Calatrava, aparece en el monasterio para cobrar su venganza con Don Álvaro, en razón de lo acaecido entre este y su familia años atrás, tras la deshonra de su hermana, y la muerte de su padre y su hermano. 

En este pasaje encontraremos pues, además de un final esperable para el conflicto que se ha desarrollado a lo largo de la obra, distintas referencias satánicas al averno, entendiendo este como pérdida de la gracia de Dios y condenación eterna, que podemos apreciar fácilmente en distintos fragmentos de la obra. 

Veamos algunos de ellos: 

¡Voy al infierno!


Con esta rotundidad acata finalmente Don Álvaro su preludio a la condenación, el camino que debe recorrer, sabedor de que pese a los continuos intentos de evitar su suerte, de redimirse, rechazando y desdeñando una y otra vez las humillaciones y acometidas contra su honor por parte de Don Alfonso, no le quedará otro remedio que verse reducido a las armas, al conflicto violento como única solución, y abandonar su retiro vital , modesto y alejado, retornando breve y violentamente a los frutos caducos de su antigua vida.





Las alusiones al infierno y la condenación eterna son constantes y repetidas a lo largo de toda esta escena, de forma muy temprana además, cuando desde la misma aparición de Don Alfonso, este da a entender a qué Padre Rafael desea ver exactamente, con estas palabras:


El del infierno. 


Por otra parte, las referencias de Don Álvaro al mismo infierno y su condición de condenado, son en un principio reticentes, pero conforme el conflicto crece y la sangre palpita, irán volviéndose cada vez más y más claras, hasta hacer presa de él:


Hombre, fantasma o demonio,
que ha tomado humana carne
para hundirme en los infiernos,
para perderme..., ¿qué sabes?...


Del mismo modo, contesta Don Alfonso en más de una ocasión deseándole la condenación eterna, si no por su espada, por destino: 


Y si, por ser mi destino,
consiguieses el matarme,
quiero allá en tu aleve pecho
todo un infierno dejarte.



Don Álvaro regresa con pasión a su antiguo orgullo en no pocas ocasiones, condenándose a sí mismo y a su rival a los fuegos del infierno:

¿Eres monstruo del infierno,
prodigio de atrocidades?

¡Muerte y exterminio! ¡Muerte
para los dos! Yo matarme
sabré, en teniendo el consuelo
de beber tu inicua sangre.


Así prosiguen su combate dialéctico, con referencias claramente contrarias al dogma cristinao, hasta que la acción se precipita, hiriendo de muerte Don Álvaro a Don Alfonso, pidiendo este una clemencia que no estaba dispuesto a dar. Don álvaro, arrepentido, se encamina en busca de la salvación de este, pero en su lugar encuentra a Leonor, que morirá en brazos de su hermano,Don Alfonso, que la apuñalará, creyendo así vengado el deshonor que de su familia ha hecho presa. 

Concluye por último Don Álvaro, ya más allá de toda salvación o perdón, aceptando su condición de demonio, ser infeliz que no alcanzará la dicha en vida, ni después de ella:

DON ÁLVARO.-   (Desde un risco, con sonrisa diabólica, todo convulso, dice.) Busca, imbécil, al padre Rafael... Yo soy un enviado del infierno, soy el demonio exterminador... Huid, miserables.

Infierno, abre tu boca y trágame! ¡Húndase el cielo, perezca la raza humana; exterminio, destrucción...!  (Sube a lo más alto del monte y se precipita.) 

De esta forma acaba Don Álvaro o la fuerza del sino, con su protagonista precipitándose hacia una eternidad
de fuego y azufre, una condenación eterna por la que corren ríos de sangre inocente vertida, por su mano o 
la de otros, haciendo imposible la redención del amor, o la salvación del olvido, rasgo muy típico y fácilmente identificable en la mayoría del teatro romántico.




Análisis del procedimiento dramático entre Don Carlos y Don Álvaro

En la tercera Jornada de Don Álvaro o la fuerza del sino, el personaje de Don Carlos da finalmente con el de Don Álvaro, al que lo une una deuda de honor y sangre que le ha llevado a buscarlo por todo el mundo para satisfacer la honra de su familia. 

En el encuentro entre ambos personajes, determinado y adjudicado al destino, en  el que Don Álvaro acude a socorrer a un desconocido "Don Félix", erigiéndose como salvador al mediar en una disputa por juego, Don Carlos quedará en deuda de quien considerará su amigo, lo que le llevará posteriormente a acompañarlo durante su operación y convalecencia después de que Don Álvaro sea herido en las guerras de Italia por un impacto de bala que a punto está de acabar con su vida, como por otra parte este mismo deseaba en el monólogo de la escena tercera, algo que de hecho le increpa repetidamente a Don Carlos, el que se esfuerce por que salven a su amigo. 

El conflicto dramático de la escena surge cuando, después de animar al cirujano a salvar la vida de su nuevo amigo, Don Carlos empieza a albergar dudas sobre este supuesto Fadrique, lo cual le lleva a querer corroborar sus sospechas y conseguir una prueba irrefutable de la identidad de este. Es casi un instinto, una voz interior, la que le dirige a sospechar de él.


El autor, el Duque de Rivas

Lo paradójico de la escena, y del personaje de Don Carlos, es la ironía que tiene lugar en su interior, a la hora de tener que quebrantar la palabra que le hizo a un amigo moribundo, faltando a su honor para poder obtener su venganza, ya que la certeza exige un sacrificio moral. Es el sacrificio, la violencia de la moralidad, en pos de conseguir un objetivo. 

Es decir; Don Carlos debe elegir entre dos tipos de honores. No podrá satisfacer el primero sin quebrantar el segundo, ni podrá vengar la afrenta familiar sin faltar a su palabra de caballero, lo que igualmente, a sus ojos y los del público, lo deja sin honor. De su elección, depende la misma construcción del personaje, representativo del ser humano cuando afronta disyuntivas de honor u objetivo. 

Finalmente Don Carlos elige el menor de dos males, entendiendo que su deber hacia su familia y su padre es mayor que el honor propio y personal, que el deber hacia el amigo, por lo que incumple y falta a su palabra hacia quien él ha conocido como Fadrique, para así confirmar la identidad de Don Álvaro leyendo sus documentos personales, lo que finalmente supone el punto y final para dos personajes, que ya no podrán escapar a su destino.


Este tipo de intriga, usada por el Duque de Rivas, es muy común en el teatro romántico. 




Don Álvaro o la fuerza del sino: Monólogo

Al respecto de los sentimientos y actitudes expresadas por el personaje de Don Álvaro en la Jornada III de la obra Don Álvaro o la fuerza del sino, podemos decir lo siguiente, parando tanto de la acción en sí misma, como de lo que esta significa:

La escena tercera abre con un largo monólogo de Don Álvaro, semejante en tono y retórica al pronunciado por el personaje de Segismundo en varias escenas de La vida es sueño de Calderón de la Barca, con un discurso derrotista, airado y tortuoso, en el que el protagonista reflexiona sobre el papel del hombre en el mundo, en un texto con tintes filosóficos, y más concretamente existencialistas, dónde mediante el monólogo se interpela al espectador (y a los dioses), en una reflexión sobre el sentido de la vida y la futilidad o vacuidad del hombre en ella, si bien la de Don Álvaro parte desde la desdicha del amor, mientras que  la desdicha de Segismundo parte del drama mismo de haber nacido. Este paralelismo, no obstante, está presente en varias partes del monólogo, y puede apreciarse fácilmente en versos como los siguientes:

Y debe muy breve ser
La del feliz, como en pena
De que su objeto no llena,
¡terrible cosa es nacer!

De nuevo, muy semejantes a los que pronunciara Segismundo respecto a la desdicha de haber nacido y el dolor de la vida, poniendo en duda que merezca la pena emprender siquiera el viaje de la existencia, teniendo en cuenta los dolores, la violencia, y el miedo, que aguardan más adelante. Encontramos un paralelismo aún más obvio en los siguientes:

y yo, que infelice soy, 
yo, que buscándola voy,
no pudo encontrar con ella. 
Mas ¿cómo la he de obtener?,
¡desventurado de mí!,
pues cuando infeliz nací,
¿nací para envejecer?



El personaje se debate pues, entre el afán de vivir o el de abandonarse ante un destino nefasto, que le ha colocado en una situación en la que difícilmente hallará redención en el amor o la honra, aunque es todo lo que desea, siendo precisamente lo que mayor dolor le causa por estar fuera de su alcance, lo que le hace dudar del sentido que toda vida pueda tener. Es curioso cómo el personaje crea este contraste entre eternidad y brevedad, sufrimiento y éxtasis, comparando el mundo con una cárcel, de nuevo, deudor de textos como el de Calderón, aunque también esté presente en la mayoría del teatro romántico como una de las figuras arquetípicas del héroe atormentado por el destino. Esta disyuntiva nos plantea una elección entre deseo y vida, resignación y muerte, como si el amor provocara la tragedia, y fuera el detonante de la violencia, de la muerte que viene propiciada por el poder del sistema jerarquizado.

Encontramos también como decimos un reclamo evidente al teatro romántico, en el concepto del amor como salvación final y cáliz redentor que enmienda todo mal. Podemos ver un paralelismo evidente con el Don Juan Tenorio en Don Álvaro, en versos como estos, en los que apela al amor como tabla de salvación y vida eterna:


Socórreme, mi Leonor,
gala del suelo andaluz,
que ya eres ángel de luz
junto al trono del Señor.


Por tanto, encontramos una reflexión existencialista y filosófica, en el que el poder redentor del amor, juega un papel principal, en un personaje que se siente marioneta de un destino que no controla, lo cual le causa un profundo daño.