Una época incómoda: El teatro y la memoria histórica

Resulta curioso tener que señalar lo evidente; hay temas que ni siquiera con el velo artístico de la ficción son fácilmente asimilables.

Existen temas incómodos, tabúes, periodos que una determinada sociedad (o gobierno) prefieren intentar olvidar o hacer como si no existieran.




La autora, Laila Ripoll


Pero no deja de ser aún más curioso, que desde tiempos remotos los griegos no evitaran temas tan incómodos como el incesto en el Edipo Rey de Sófocles, D.H .Lawrence no permitiera que acallaran a su amante de Lady Chatterly, o cineastas como Jim Sherindan dedicaran buena parte de su filmografía a tratar el tema del conflicto armado y el IRA en Irlanda. 

Es síntoma de país avanzado, civilizado y autocrítico, el permitir que la ficción actúe como escalpelo de la realidad, diseccionando, quizás, los momentos más vergonzosos de los que una sociedad forma parte, y hacerlo sin temor, falsedad o soberbia, sino con sincera capacidad de autocrítica y reflexión.

Es, por desgracia, algo en lo que este país no destaca especialmente.

Dejando de lado la ideología (aunque más bien tendríamos que hablar simplemente de humanidad y sentido común), el hecho de que la memoria histórica sea motivo de debate, de que nuestro pasado pretenda enterrarse bajo una capa de inexistencia, del nunca pasó, es, como decimos, esta práctica, la que hace especialmente necesarias obras como la que nos ocupa, y que precisamente se centra en ese deseo de ocultación, de negación:



Porque “Los niños perdidos” no es solamente una alegoría, una ficción amarga sobre un hecho relevante, sino un ejercicio de concienciación en sí mismo, de cómo nos vemos a nosotros mismos como sociedad y cuanto hemos avanzado a lo largo de este pasado siglo. 

Como dice Francisca Vilches de Frutos en el prólogo de la edición publicada por KRK (¿Es necesario señalar quizás la dificultad añadida a la hora de encontrar editorial o sala que ampare a un dramaturgo a la hora de tratar ciertos temas?), “Los niños perdidos” contribuye a ese ansía de conocimiento y verdad de una sociedad. En sus propias palabras; “voces reclamando una revisión que permitiera conocer en profundidad el desarrollo de esta contienda”, algo que durante muchos años se negó a los hijos de la transición y a los que formamos parte de generaciones posteriores, con un secretismo velado, de prohibición y tabú, que impedía acceder a nuestra más reciente historia.



La edición de KRK


De este modo, Laila Ripoll toma el relevo de la denuncia en el exilio que comenzaron algunos de nuestros más ilustres autores durante la Guerra Civil y posterior dictadura, y desglosa el conflicto a través de los ojos de una de las figuras, por antonomasia, más indefensas y desprotegidas; la de los niños. 

La autora ve el conflicto desde la perspectiva de la víctima, desde los huérfanos de la guerra, de los perseguidos, de los silenciados, de los asesinados, de quienes no tienen voz, como una porción enorme de la población que no cuenta, que nunca ha encontrado su voz para denunciar los abusos y humillaciones sufridas.

Es a través de estos niños que Ripoll reconstruye la violencia del levantamiento, la miseria de la guerra, el absoluto terror que parte del poder, y lo expone de un modo sencillo, por ello quizás más aterrador, como una fabulación infantil de niños que contaran cuentos junto a una hoguera, de niños que al igual que los del célebre cuento de Matthew Barrie, han perdido toda conexión con el mundo adulto, y perciben la realidad desde una óptica distinta, aún sin mancillar, que en este caso por desgracia, se ha visto alterada demasiado pronto. 

Así, el improvisado desván del recuerdo, toma lugar de una España que lo abarca todo, y de la que no se puede salir, librar o renegar, hasta que se asuman plenamente los hechos acaecidos. 

“Quienes desconocen el pasado están condenados a repetirlo”.




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