Simbología en La paz perpetua

En la era moderna, el condicionamiento a partir del aprendizaje extremo ha aparecido de forma constante en la literatura, como reflejo de la sociedad fragmentada y falta de identidad en la que vivimos.

En esta simbología, encontramos varios elementos destacables dentro de “La paz perpetua”, que exponen y resaltan algunas de las características más reconocibles de las prácticas que nos llevan al estado de crispación en el que estamos sumidos como sociedad.

Estas dramatis personae están bien representadas, en algunos casos un tanto caricaturizadas, para así poder representar debidamente una interpretación del sector al que describen.

Estos son los siguientes:

La figura del hombre dentro de la obra, puede comprenderse como la de un pequeño dios, un ser superior, al que se venera, respeta y agasaja, sin que este lo valore realmente, sea consciente o merecedor de ello. El hombre tiene un papel accesorio y secundario en la obra pese a su posición de poder, y parece tan ausente y falto de empatía como el propio Dios al que alude Enmanuel. El hombre aparece pues representado como simbología y figura arquetípica, más que como personaje, proyectando la acción por completo en los tres perros.



El ser humano, siempre de fondo


El propio Enmanuel, pensador, filósofo, humanista. Representa la mejor parte del perro (del hombre fuera de la obra, en el mundo real), siendo el único que medita las situaciones y que parece buscar un entendimiento mayor, más allá del beneficio personal, englobado en el bien común o el entendimiento superior del conflicto y los deseos del resto de personajes y sus circunstancias. Así, Enmanuele es representado como un pastor alemán debido a su nobleza, a su inteligencia innata y su condición íntegra. Es sereno, calmado, reflexivo, afable y conciliador. Parece representar a una minoría intimista, más humana y abierta de mente, que cuestiona lo establecido y reniega del dolor y la crueldad gratuitos aún cuando se les dice que son necesarios. Estas características concuerdan curiosamente además con aquellos rasgos de la personalidad que se atribuyen en las tradicionales ciencias de significados del nombre Emmanuel (que significa "Dios está con nosotros") a las personas que se llaman de ese modo.  Es en resumen un individuo autónomo, que trata de pensar por sí mismo como método principal para conservar su libertad como persona.



Enmanuel, la razón

Odín es seguro de sí mismo, confiado, arrogante, manipulador, inteligente y mezquino. Podría representar a diversas castas sociales cercanas a los puestos de poder y que medran ante la adversidad a costa de otros. Es además un cínico, un pragmático deshumanizado, como puede sugerir su propio nombre, Odín, Dios nórdico de la sabiduría, la guerra y la muerte. Ante todo, ha perdido la capacidad de confiar en los demás, de esperar lo mejor o albergar algún tipo de esperanza hacia el resto, o hacia sí mismo. Su condición de rotwailer impuro, también parece una clara alusión a la impureza moral en la que se encuentra sumido, unido al carácter agresivo al que se le suele asimilar la raza rotwailer.



Odín, la manipulación


John-John representa claramente a la casta guerrera, al ejército, a la policía, a cualquier elemento de disuasión empleado por el estado, por el poder, de forma criminal y sin escrúpulos. Creado genéticamente desde la cuna para ser el perfecto guerrero que no cuestiona, ni piensa, simplemente obedece. Fiero, agresivo, temperamental, estúpido, manipulable, John-John es el cruce de razas, sin ideología ni sentimientos, más por estar vacío y preferir que le digan cómo debe pensar, que porque sea malo en sí mismo.



John-John, la fuerza bruta

Por último, Casius es un ídolo con pies de barro, una herramienta del sistema, una leyenda, pan y circo, medias verdades. Un personaje que parece consciente de lo que se está jugando, de lo que se ha perdido por el camino y de lo que el mismo ha sacrificado, pero que no está dispuesto ya a arriesgar nada en pos de un nuevo orden más justo y humanizado. Casius desempeña su papel, a pesar de que se infiere que fue íntegro y noble en otra vida (su condición de labrador, como caracterización del personaje), se limita a conducir a los nuevos aspirantes a la misma vida a la que él se vio abocado.



Casius, el héroe "ejemplar"

Es pues, como decíamos, en estas representaciones, donde podemos encontrar en “La paz perpetua”, de Juan Mayorga, un espectro político, social y de clase, de la raza humana, con elementos tan reconocibles como el poder militar, económico o político, el ejército, la burguesía, los advenedizos y egoístas, los intelectuales, y por encima de todo, los seres humanos, que aparecen en la obra como una raza de perro casi extinta.



Juan Mayorga, el autor


Debido a estas acertadas caracterizaciones y a la manera de plasmar el conflicto en el mundo moderno y en el interior del hombre, podemos decir que "La paz perpetua" es una obra (y una lectura) absolutamente relevante, destinada quizás a convertirse en un clásico moderno.


Fotografías tomadas del CDN

La paz perpetua: el estado como forma de violencia

Pocas obras encerrarán un mensaje tan filosófico y de corte humanista, de completo análisis y entendimiento del ser humano, como el que nos ofrece el texto de Juan Mayorga en “La Paz perpetua”.



"La paz perpetua"


Basado a su vez en el célebre ensayo de Kant, “La Paz perpetua” es una alegoría, una representación magistral y cruda del miedo, del poder, de terrorismo, del estado y del individuo, de la violencia que generan los sistemas a través del miedo al que incitan al colectivo, la dogmatización no razonada y la manipulación flagrante, de los profundos temores que encierra el ser humano en pos de un beneficio personal; el poder por el poder. Es también la capacidad del hombre para desarrollar una crueldad desafectiva y sin límites, deshumanizadora, que consigue volver a un individuo contra otro, no diferente de él, convirtiéndolo en su enemigo con relativa facilidad, e incluso, lógica.

Enlace al CDN:

Centro Dramático Nacional

Mientras que en Bodas de Sangre o en Don Álvaro o la fuerza del sino, encontrábamos un fatalismo determinado, trágico, jerárquico, asentado en la dualidad del hombre y la mujer, y profundamente apegado a la cuestión del sexo, del género como inicio de la violencia, de la debacle social y mancha de la honra, en “La paz perpetua” vamos mucho más allá en cuanto a la gestación de la violencia se refiere, enfocándola no ya como trasfondo, sino como medio y fin en sí mismos, hasta la creación de un mundo de corte futurista en el que impera la violencia por la violencia y la predisposición del ser humano hacia el conflicto, la batalla, el odio o la muerte.


"La paz perpetua", edición del CDN


Problemas que son abordados desde un punto de vista epistemológico, entrelazando la metáfora física o representada, desde la simbología ontológica a grandes partes del decorado, las caracterizaciones de los personajes, o el propio texto, en una búsqueda interior del ser humano y su relación con dios y el resto de sus semejantes. Así, el escenario se transforma en un espacio para  la reflexión, para la meditación del problema en torno a la guerra eterna, al conflicto surgido de la pulsión humana.

Es esta una reflexión profunda, enfocada desde los distintos puntos de vista que puedan ofrecer John-John, Odín o Enmanuelle, y resulta especialmente útil, aunque no por ello menos oscura y angustiosa, caer en las oscuras profundidades del ser humano que representan estos tres personajes, estos tres perros avatares del hombre.



En mi opinión, la perspectiva que se ofrece al espectador, que llega a participar del drama como una cámara imparcial que juzga (y a la que se alude mediante el diálogo repetidamente, como esperando una respuesta por su parte, en lo que nos recuerda a otra gran obra de teatro y cine: “Doce hombres sin piedad” [en el enlace pueden acceder a la versión de la obra cinematográfica]), como si formara parte de ese jurado seleccionador e inamovible que forma parte de la tragedia, de forma brutal y descarnada. Hay poca esperanza, en un mundo frío y autoritario, en el que se pisotean los derechos, y que nos recuerda claramente a los estados policiales y absolutistas de obras como “1984” o “V de Vendetta [pueden ver los trailers en los enlaces de las adaptaciones al cine de libro y cómic respectivamente], sociedades monstruo, dictaduras encubiertas, violencia como única defensa, sociedades, decíamos, en las que se ha engullido al individuo y se ha desatado una carnicería sin fin, de forma fría, aséptica y razonada.



Un mundo feliz, de Aldous Huxley


Es en estos entornos, donde personajes como Enmanuelle son una rara avis, un individuo destinado a sufrir, un alma sensible que se niega a comulgar con el temor y el odio de la mayoría, que no encuentra un sentido real tras las palabras y pruebas que refrendan la violencia. Un individuo que se resiste a ser tragado por la maquinaria del sistema, que se cuestiona su forma de proceder, de pensar, de interactuar con ese mundo.

Algo que a menudo comienza con un simple pensamiento, un cuestionamiento de lo establecido. Un personaje que ve un precio altísimo en la venganza, en la violencia, en la deshumanización del hombre y la mujer. Un individuo que duda. Casi como en la representación teatral como decíamos, de “Doce Hombres sin piedad”, Enmanuelle actúa como el personaje del célebre Henry Fonda, pidiendo al espectador que reflexione junto a él, que medite, que sienta.



La obra teatral "Doce hombres sin piedad"


De ahí que Enmanuelle plantee problemas tanto a John-John o a Odín, al igual que hace con el espectador.

 Problemas como el teológico, como el de la relación entre perro y hombre (¿amo y vasallo? ¿Jefe y empleado?), entre perro y Dios, pero sobre todo, en la problemática y aparente sinsentido, de contestar a la violencia con más violencia.


Una pregunta para la que cuesta encontrar respuestas...

Una época incómoda: El teatro y la memoria histórica

Resulta curioso tener que señalar lo evidente; hay temas que ni siquiera con el velo artístico de la ficción son fácilmente asimilables.

Existen temas incómodos, tabúes, periodos que una determinada sociedad (o gobierno) prefieren intentar olvidar o hacer como si no existieran.




La autora, Laila Ripoll


Pero no deja de ser aún más curioso, que desde tiempos remotos los griegos no evitaran temas tan incómodos como el incesto en el Edipo Rey de Sófocles, D.H .Lawrence no permitiera que acallaran a su amante de Lady Chatterly, o cineastas como Jim Sherindan dedicaran buena parte de su filmografía a tratar el tema del conflicto armado y el IRA en Irlanda. 

Es síntoma de país avanzado, civilizado y autocrítico, el permitir que la ficción actúe como escalpelo de la realidad, diseccionando, quizás, los momentos más vergonzosos de los que una sociedad forma parte, y hacerlo sin temor, falsedad o soberbia, sino con sincera capacidad de autocrítica y reflexión.

Es, por desgracia, algo en lo que este país no destaca especialmente.

Dejando de lado la ideología (aunque más bien tendríamos que hablar simplemente de humanidad y sentido común), el hecho de que la memoria histórica sea motivo de debate, de que nuestro pasado pretenda enterrarse bajo una capa de inexistencia, del nunca pasó, es, como decimos, esta práctica, la que hace especialmente necesarias obras como la que nos ocupa, y que precisamente se centra en ese deseo de ocultación, de negación:



Porque “Los niños perdidos” no es solamente una alegoría, una ficción amarga sobre un hecho relevante, sino un ejercicio de concienciación en sí mismo, de cómo nos vemos a nosotros mismos como sociedad y cuanto hemos avanzado a lo largo de este pasado siglo. 

Como dice Francisca Vilches de Frutos en el prólogo de la edición publicada por KRK (¿Es necesario señalar quizás la dificultad añadida a la hora de encontrar editorial o sala que ampare a un dramaturgo a la hora de tratar ciertos temas?), “Los niños perdidos” contribuye a ese ansía de conocimiento y verdad de una sociedad. En sus propias palabras; “voces reclamando una revisión que permitiera conocer en profundidad el desarrollo de esta contienda”, algo que durante muchos años se negó a los hijos de la transición y a los que formamos parte de generaciones posteriores, con un secretismo velado, de prohibición y tabú, que impedía acceder a nuestra más reciente historia.



La edición de KRK


De este modo, Laila Ripoll toma el relevo de la denuncia en el exilio que comenzaron algunos de nuestros más ilustres autores durante la Guerra Civil y posterior dictadura, y desglosa el conflicto a través de los ojos de una de las figuras, por antonomasia, más indefensas y desprotegidas; la de los niños. 

La autora ve el conflicto desde la perspectiva de la víctima, desde los huérfanos de la guerra, de los perseguidos, de los silenciados, de los asesinados, de quienes no tienen voz, como una porción enorme de la población que no cuenta, que nunca ha encontrado su voz para denunciar los abusos y humillaciones sufridas.

Es a través de estos niños que Ripoll reconstruye la violencia del levantamiento, la miseria de la guerra, el absoluto terror que parte del poder, y lo expone de un modo sencillo, por ello quizás más aterrador, como una fabulación infantil de niños que contaran cuentos junto a una hoguera, de niños que al igual que los del célebre cuento de Matthew Barrie, han perdido toda conexión con el mundo adulto, y perciben la realidad desde una óptica distinta, aún sin mancillar, que en este caso por desgracia, se ha visto alterada demasiado pronto. 

Así, el improvisado desván del recuerdo, toma lugar de una España que lo abarca todo, y de la que no se puede salir, librar o renegar, hasta que se asuman plenamente los hechos acaecidos. 

“Quienes desconocen el pasado están condenados a repetirlo”.




La violencia dormida: Los niños perdidos

“Los niños perdidos”es una obra que forma parte de la Trilogía de la memoria , y ejemplifica de una manera perfecta la violencia, no solo física, sino psicológica e ideológica contra los más débiles, ejemplificados aquí por unos niños, personajes que siempre son especialmente vulnerables ante los avatares de la violencia y la injusticia, que ayuda a que la relación entre violencia y poder, víctimas y verdugos, maltratadores y maltratados, toma una nueva dimensión mucho más explícita y desasosegante en este caso, en que las víctimas, quedan totalmente desamparadas.



Representación de "Los niños perdidos"


Es necesario que esta sea la mayor simbología de la obra, la de los niños que representan realmente todos los muertos de la Guerra Civil (y que en algunos casos fueron realmente ambas cosas, niños y asesinados, como Lázaro, Cuca y Marqués aquí), formando parte de una abstracción mayor que no se detiene únicamente en la literalidad de la obra, sino que atañe a un colectivo mayor.

Es importante el papel que juegan las acotaciones, explícitas, detalladas, y no exentas de realismo crudo, resaltando la condición de víctimas de los niños, así como los relatos de los propios niños, que resultan en un testimonio angustioso y crudo del dolor y la miseria de estas vivencias, con escenas repletas de gran violencia, si bien la mayoría del mensaje político o ideológico sobre el fascismo recae en Sor (o Tuso imitándola), con frases como:

“Sois la manzana podrida y licenciosa que si la dejamos emponzoñará a nuestra esperanzadora juventud” (la nueva Organización Juvenil) o “Habéis heredado de vuestros progenitores los siete pecados capitales. No habéis sabido vencer la sangre que os corrompe”.



Imitación de actitudes


La imitación de Tuso resulta de lo más acertada, tanto que trae el recuerdo y la amargura del verdadero avatar de la violencia: “Cada vez que te posees viene la de verdad”, como señala Lázaro, el más consciente de la situación en la que los cuatro se encuentran.

Es por esto que encontramos en el texto un carácter autorreferencial, que sirve de metáfora al mensaje de la propia obra, como podemos ver en las propias palabras de Sor, en las que encontramos un caso de metalenguaje que traspasa la obra en sí, en ese mismo afán de olvidar a toda costa, contra el que combate “Los niños perdidos”:

“Olvídese. Olvidar, olvida, olvidar, olvidar…Y se acabó”.

Es por esto que los niños aluden constantemente a “la de verdad”, como la verdadera Sor, que se siente atraída por la interpretación que Tuso hace de ella, como un mal recuerdo o una angustia constante aún no superada. Igualmente, a la vez que la imitan y recuerdan, los niños aprenden por repetición y vierten lo aprendido en sus juegos, como en la escena en que Lázaro pregunta a su público, que responde las consignas aprendidas que llevan años escuchando sobre la patria, la religión, la guerra y el caudillo. Es un adoctrinamiento completo, que empieza desde la niñez, y del que nada está exento.



 Cartel

De estos ejemplos, posiblemente ninguna escena sea tan cruda, dolorosa y repleta de detalles, como la narración que hace Cuca cuando juegan a los trenes. Ahí podemos observar un pedazo de esa realidad, punzante y ácido, que resalta una de tantas injusticias y monstruosidades cometidas contra los niños de la época, retoños del diablo y “los malos”, los rojos y republicanos. Es una escena que poco tiene que “envidiar” a otras de las mayores monstruosidades del siglo XX, asociada igualmente al fascismo, como fueron los campos de concentración y los trenes de la muerte alemanes.

En este marco temporal y social, el desamparo de los niños es total, como queda claramente recogido en el recuerdo de Lázaro:

“Nos quedamos por ahí, en la calle, comiendo basuras y durmiendo en el portal, esperando a que volvieran mis padres”.

No obstante, el fragmento que mejor define el carácter de denuncia de la obra, el que mejor resume todas las intenciones de su autora y el propio mensaje de “Los niños perdidos”, es el siguiente, cuando en boca de Tuso, este explica finalmente la situación que solo Lázaro sabía y los demás apenas intuían;

“Total, ya erais niños perdidos. Al fin y al cabo, los niños de aquí no existen. Son como fantasmas y nadie va a reclamar por ellos. Mejor echar tierra encima”.